Opinión

Donde el corazón te lleve

Me siento afortunada de haber vivido una infancia analógica

Donde el corazón te lleve.

Donde el corazón te lleve. / INFORMACIÓN

Hubo un tiempo en el que se vivía más despacio. En el que debíamos -y sabíamos- esperar. Por ejemplo, no podías ver la temporada de una serie en un fin de semana. Tenías que aguardar a que se emitiera un nuevo capítulo siete días más tarde. Había cierto placer en esa dulce expectación. Esto también era extensible a la comida a domicilio. En mi niñez, cuando no querías cocinar, o cuando querías cenar algo diferente, tenías que ir al piscolabis del barrio a buscar el pepito especial, el bocata de pechuga o el combinado de lomo con papas. A lo más que llegábamos por aquel entonces era a llamar por teléfono (desde un fijo) y a encargar la comida, pero ni Glovo, ni Just Eat, ni nada por el estilo te la traía a casa. Fue un poco más tarde cuando un muchacho en una Vespa empezó a hacernos la vida más cómoda. Eso sí, el perrito caliente o el plato de pata llegaban casi siempre fríos. Teníamos menos comodidades, pero éramos más felices.

Me siento afortunada de haber vivido una infancia analógica. No había e-book ni Amazon, pero sí un señor que iba de casa en casa quincenalmente con una revista que recogía muchas recomendaciones de libros. Recuerdo que el señor trabajaba en El Círculo de Lectores y siempre venía muy bien vestido y hablaba de forma pausada, pero convincente. Mis hermanas mayores elegían las lecturas de ese mes rodeándolas con un bolígrafo en el catálogo y quince días más tarde, aparecía nuevamente el vendedor de libros ambulante con la caja mágica. Gracias a El Círculo de Lectores, a las elecciones literarias de mis hermanas y a mi curiosidad me leí -a escondidas- con apenas diez años Se llamaba Luis o Querido nadie. Sí, lo sé, quizá no eran los libros más apropiados para una niña, pero a mí me abrieron una puerta gigante a un mundo nuevo, interpretado claro está, desde mi imaginario infantil. Cuando cumplí los doce empecé a darle vueltas a un pensamiento recurrente que me generaba cierta angustia: la vejez. Pero no la vejez entendida como la enfermedad o la muerte, sino como una sensación de tiempo perdido. Me explico. De repente me abordó la preocupación -aún me inquieta- de llegar a los sesenta, setenta u ochenta años, mirar hacia atrás y darme cuenta de que no había llevado la vida que deseaba llevar. Los errores que no había cometido me pesaban como una lápida y las malas decisiones todavía no tomadas empezaron a darme insomnio.

Mi madre no entendía el porqué de mi angustia, creo que le preocupaba más que «la niña le hubiese salido rarita» que mi concepto de la vida en sí. Pero entonces ocurrió algo: a los quince años cayó en mis manos, bueno, cogí sin permiso, Donde el corazón te lleve. El libro contaba la historia de Olga, una abuela que, viendo el inminente final de su vida, decide escribirle una serie de cartas a su nieta que la ayudarán a entender, no solo la vida de su abuela, sino la de su madre y la suya propia. No recuerdo cómo digerí ese libro siendo una simple adolescente; sin embargo, me alivió el sentimiento de angustia. Tenía toda una vida por delante para elegir bien -no siempre lo he hecho- y no mirar hacia atrás, con nostalgia o arrepentimiento, llegada la senectud. ¡Ja!, no podemos fiarnos al cien por cien de la existencia de uno, porque a la vuelta de la esquina siempre aguardan nuestros miedos inconscientes para ponernos delante un espejo y recordarnos lo que fuimos. Lo que somos.

El otro día me topé con un puesto de libros de segunda mano en el que podías llevarte el que quisieras sin pagar. No sabía a qué estantería mirar. Alcé la mano y cogí uno al azar. ¿Cuál? Donde el corazón te lleve. Y me ha llevado a encontrarme nuevamente con Olga. La que escribió un diario epistolar para su nieta donde confesaba sus alegrías, sus errores, sus aciertos, sus sueños no cumplidos, sus anhelos y la espera de la muerte. He disfrutado muchísimo con la lectura, probablemente mucho más que aquella niña de quince años, pero también he vuelto a tener doce. A temer si dentro de treinta, cuarenta o cincuenta años, voy a mirar hacia atrás y las cartas que escriba para explicarme mi vida estarán más llenas de arrepentimientos que de satisfacciones. Tengo tiempo, aunque ahora, la vida no se viva tan despacio.