Opinión

Ruido con ánimo de lucro

Un camarero en una de las terrazas de un negocio de Benidorm.

Un camarero en una de las terrazas de un negocio de Benidorm. / Jose Navarro

Este verano, las previsiones indican que el número de turistas internacionales que visitarán nuestro país podría marcar máximos históricos. Los cálculos apuntan a 100 millones de personas; el 12 % del PIB.

Se van a encontrar con restaurantes abarrotados, una gastronomía fastuosa y mucho ruido… como expresión genuina de una cultura milenaria, consistente en que la gente habla demasiado alto, todos a la vez, sin respetar turno.

Aumenta el número de personas con problemas de audición, cuestión que cobra importancia por sus efectos: la disminución de la capacidad auditiva. La ciencia ha tardado en reaccionar a los efectos derivados de la exposición prolongada al ruido: aumento de la ansiedad y estrés, endurecimiento de los vasos sanguíneos e hipertensión arterial.

El cerebro adapta la audición al entorno, por lo que nuestra percepción del volumen cambia en ambientes ruidosos, a veces de forma permanente. Y cuanto mayor es el volumen al que estamos expuestos, más probabilidades tenemos de perder audición.

¿Por qué tantos bares y restaurantes se han vuelto más ruidosos en los últimos años? o es que ¿con el envejecimiento de la población aumenta la pérdida de audición?

Resulta sorprendente que actúen como si no pasara nada, ignorando que el ruido daña la audición y el bucle va creciendo a medida que la gente intenta eclipsar a los que les rodean, la conversación es cosa del pasado, unos gritan para ser escuchados y otros solo atienden a sus dispositivos digitales ¿a quién le importa el ruido?

Antes de que en la decoración del estilo industrial de interiores se pusiera de moda, los restaurantes con rango estaban diseñados para ser silenciosos, tenían «reservados» para ocasiones especiales, con cortinas, alfombras, moquetas, tapices, sillas acolchadas, manteles, cuadros colgados en las paredes, mesas separadas y techos para insonorizar la acústica del espacio.

Se han impuesto las superficies duras que han sustituido a las blandas, que eran más absorbentes del sonido; suelos de cemento y hormigón; paredes de ladrillo sin revestir; madera sin tratar y materiales crudos –metal y cristal– baratos de instalar y mantener.

Con el paso del tiempo, los manteles han ido desapareciendo, las sillas son de madera sin acolchado y no hay cortinas, cuadros ni plantas. El nivel sonoro ha subido y los importes que conlleva un tratamiento acústico suponen entre el 2 % y el 3 % del coste total un local nuevo.

Los «magnates de la hostelería» no parecen muy dispuestos a bajar el volumen. Sólo aplicarán medidas de reducción del ruido cuando vean que afecta a su cuenta de resultados.

Según gastrólogos acreditados, el ruido parece impulsar el consumo de alcohol, lo que impulsa los beneficios de los restaurantes y se convierte en la clave de su rentabilidad. Los investigadores no están seguros de por qué ocurre esto, pero la hipótesis que manejan es que la gente bebe más porque no puede hablar con facilidad, cuando aumenta el ruido.

Los restauradores no le hacen ascos al ruido, con tal de que los clientes no se queden mucho tiempo, se den prisa en irse y las mesas roten más rápido.

Los audífonos no funcionan bien en la mayoría de estos locales. Tampoco la iluminación, cuanto más brillante es, más fuerte es el sonido. Los diseñadores consideran atractiva una luminaria muy baja, de modo que el cliente se cansa de tener que usar la linterna del móvil para leer el menú.

Los audiólogos alertan de que la mayoría de los clientes no son conscientes de los peligros del ruido y sus secuelas. Los padres jóvenes, que llevan a sus hijos a restaurantes ruidosos, ignoran problemas de aprendizaje posteriores en la escuela. El ruido tiene un efecto negativo en los niños e interfiere en su capacidad para aprender y funcionar cómodamente.

La forma más fácil de reducir los niveles de ruido en los restaurantes es bajar los decibelios de la música. Pero esa sartén la tienen cogida por el mango los meseros que, al final, son los que determinan el tipo y nivel de la música de fondo.

Cuando los restaurantes se llenan, el nivel natural de sonido sube debido a las conversaciones. El personal responde escalando el volumen de la música, de manera que parezca más atractivo para los jóvenes, al tiempo que inaccesible para las personas mayores. Diferencias generacionales.

Algunos restaurantes (sobre todo en el segmento «fast-casual») mantienen deliberadamente altos los niveles de ruido porque no quieren que la gente se acantone, ocupando espacio en la mesa que podría atender a los siguientes clientes.

Han proliferado las reseñas gastronómicas en los medios. A sabiendas de que en las encuestas de tendencias el ruido es la queja más citada, sería útil que añadieran dos cuestiones objetivamente medibles: el nivel de decibelios y la temperatura del aire.

De este modo, la gente podría evitar aquellos que tienen niveles de ruido elevados (estar sentado repetidamente en un entorno de más de 80 decibelios, durante una hora, puede afectar negativamente a la audición) o el aire acondicionado desbocado.

Hay aplicaciones que muestran los niveles de ruido de bares y restaurantes para saber dónde anda cada uno. Y resultan prácticas para cualquier persona, pero especialmente para aquellos con problemas de audición: hiperacusia, un trastorno auditivo que implica un aumento de la sensibilidad o disminución de la tolerancia a sonidos ambientales, a niveles que no molestarían a la mayoría de la gente.

Efecto Lombard. La mayoría de la gente reacciona –de forma inconsciente– a un ambiente ruidoso, levantando la voz. Eso provoca que personas cercanas hablen por encima del volumen elevado, como bucle de retroalimentación.

Los restaurantes detestan el tiempo de silencio, que media entre la comida y la cena, al asociarlo con una escasa ocupación. De modo que tarde o temprano la calma se ve interrumpida por la música «para crear ambiente». Así se dispara el bucle de retroalimentación que se inicia con música a todo volumen cuando el restaurante está tranquilo y casi vacío.

Cuando sube el volumen, se pone en marcha el «efecto Lombard», una tendencia de las personas –que hablan más fuerte, para hacerse entender– cuando el ruido de fondo dificulta la comprensión de lo que se está diciendo, dando lugar a malentendidos o distorsiones en el lenguaje.

Los remedios que aconsejan consultores acústicos, nuevos actores de una industria que no para de crecer, se dirigen a:

Clientes: comer temprano, evitando locales abarrotados y ruidosos.

Restauradores: volver a alfombras, tapicerías, cortinas o plantas para amortiguar el ruido; mantener el bar alejado de las mesas del comedor; separar las mesas entre sí; alejar a los comensales de fuentes de sonido necesarias; bajar los volúmenes. A 95 decibelios, los científicos reparan que las personas comen menos y consumen alimentos más deprisa.

Reguladores: suavizar los niveles de ruido con normas que no sólo alivien las quejas de los clientes, sino que también protejan la salud de los comensales y el personal.