Opinión

La fuerza de los acuerdos

La creación de un ambiente institucional favorable a los pactos

La creación de un ambiente institucional favorable a los pactos

A la vista de la repercusión alcanzada por el reciente acuerdo entre los dos partidos mayoritarios del parlamento español para renovar el Consejo General del Poder Judicial pareciera que han firmado el Tratado de Roma. No cabe minusvalorar el fondo de ese acuerdo, todo lo contrario, pero la atención concitada nos da una idea de la distancia que hay entre lo que debiera formar parte de la normalidad democrática más elemental y la anomalía en la que la política española sigue instalada. Con cinco años de retraso y necesitando de la tutela de la Unión Europea se cumple un precepto constitucional y una ley orgánica. Ni más, ni menos.

Más allá de normal juego democrático, nuestra organización territorial descansa sobre dos grandes pilares: lealtad institucional y sentido de Estado. Si se ignoran, la gobernabilidad se hace casi imposible. Y hace tiempo que la lealtad institucional y el sentido de Estado han desaparecido de la agenda política en España. Si se erosionan, se debilitarán los partidos centrales, crecerá el desprestigio de las instituciones, aumentará el malestar social y la desafección y se ampliará el apoyo a formaciones de derecha radical. Circunstancia, esta última, a la que habría que dar mucha importancia como ha quedado claro en la recientes elecciones europeas: los partidos conservadores tradicionales , liberales y verdes, pierden apoyo ciudadano, la socialdemocracia retrocede, hasta el punto de ser tercera fuerza en Alemania e irrelevante en algunos países fundamentales como Francia, y la extrema derecha experimenta un avance sin precedentes desde 1945, gracias al apoyo de jóvenes, trabajadores manuales no cualificados y sectores sociales ubicados en la periferia geográfica y social de los respectivos países.

Las fracturas sociales y el empobrecimiento de las clases medias han provocado fracturas políticas, adelgazando a su vez a los partidos de centro-derecha y centro-izquierda en favor de nuevas formaciones de extrema derecha y en menor medida de izquierda radical, que han sabido canalizar el profundo malestar difuso existente en nuestras sociedades. Malestar que no solo se explica por razones económicas sino culturales, consecuencia de los efectos provocados en Occidente por la globalización desde hace más de tres décadas y de la agenda neoliberal que ha orientado las políticas de la Unión Europea. Una parte muy importante de la ciudadanía europea tiene sensación de inseguridad y miedo al futuro, percibe que el sistema no se ocupa de ellos, literalmente se siente a la intemperie y vota contra el sistema apoyando opciones, no sabemos si efímeras, que, paradójicamente, socavarán aún más las bases de una Europa social sin la que la Europa política no se puede explicar ni mantener. La brecha con amplios sectores de la ciudadanía se está haciendo demasiado grande. Y no basta con alertar de los riesgos de la extrema derecha.

En la compleja geografía electoral europea somos, junto a Portugal, la “excepción Ibérica”. Los dos grandes partidos españoles han resistido, obteniendo un importante respaldo electoral y este es un hecho del que merece extraer enseñanzas. La más importante, a mi juicio, es que existe una sólida base sobre la que seguir apostando por la creación de un ambiente institucional favorable a los pactos, conscientes de que el parlamento español y nuestra organización territorial del Estado no se agota en acuerdos entre ellos. Acuerdos que ofrezcan seguridades, estabilidad política e institucional, devuelvan confianza en la política y en sus representantes y permitan afianzar un amplio espacio político central que, sin aspirar a ser hegemónico, puesto que en algunas nacionalidades no lo es, proporcione estabilidad suficiente.

El reciente acuerdo tiene un gran significado simbólico y debiera ser el punto de partida para impulsar una agenda que es urgente y que permanece bloqueada por el clima de polarización extrema. Entre las más importantes, además de emergencias de Estado, como las consecuencias del cambio climático, la pobreza en vivienda, la desigualdad o la pobreza infantil, me permito insistir en la necesidad de dos grandes acuerdos de Estado que afectan a la esencia misma del significado de Estado social y democrático de derecho:

Calidad institucional. La buena gobernanza es mucho más que la ausencia de escándalos y de corrupción. Y nosotros, aunque ya formemos parte del 20% de países con mayor calidad democrática del mundo, tenemos todavía mucho terreno por recorrer. En primer lugar, como tantas veces se ha reiterado, la gobernabilidad de España necesita del funcionamiento regular de una figura esencial en cualquier Estado compuesto o federal y que en nuestro caso permanece inactiva: la Conferencia de Presidentes. En segundo lugar, si atendemos a lo que indican algunos estudios recientes, puede asegurarse que España está experimentado un retroceso en algunos apartados fundamentales que definen la calidad democrática, como la independencia de organismos e instituciones, actuación contra procesos de “captura” de políticas, transparencia, integridad y rendición de cuentas, regulaciones y calidad normativa, evaluación de políticas públicas o respeto a los principios de mérito y capacidad. La atenta lectura de los datos proporcionados por el propio Banco Mundial sobre España para el periodo 2002 a 2022 lo demuestra. El reciente y muy recomendable informe de la Fundación Hay Derecho sobre el grado de politización y amiguismo en la designación de altos cargos directivos de entidades públicas estatales durante un periodo de veinte años, da una idea de ese deterioro. El profesor y consultor Jiménez Asensio, excelente conocedor de muchas administraciones españolas, en un descarnado texto se refiere al conjunto del Estado y habla de “instituciones rotas”. Pero los déficits de gobernanza trascienden con mucho estos datos, para abarcar ámbitos como la separación de poderes, la colonización de instituciones y el clientelismo. Y afecta a los tres niveles de gobierno, sin distinción de partidos. Contaminando además de forma muy preocupante a los otros poderes. Hasta el punto de que todos los poderes, también el judicial, experimentan niveles de deterioro y de desconfianza ciudadana sin precedentes.

Modelo de financiación. El Estado no puede seguir funcionado con un modelo hace diez años caducado y que arras­tra desde el inicio del proceso de trasferencias asimetrías injustificables que con el tiempo han devenido crónicas. La insostenible situación evidencia los injustificables desequilibrios, las dificultades para abordar los mismos problemas con muy distintos presupuestos y la imposibilidad de cumplir con las competencias atribuidas en condiciones de igualdad en cuanto a gasto por habitante. En especial en Comunidades Autónomas como Murcia, Andalucía o la Comunitat Valenciana. Necesitamos un nuevo sistema de financia­ción de las Comunidades Autónomas que responda a criterios que le otor­guen el equilibrio y la estabilidad necesarios. Conseguirlo no es posible sin introducir cambios sustanciales en los crite­rios con los que se han construido los modelos precedentes. Se necesitan reformas ambicio­sas y un nuevo diseño que contemple claridad de principios, simplicidad de instrumentos y transparencia para reflejar lo que aportan y lo que reciben los dife­rentes territorios. Solo así se podrán resolver los problemas de mane­ra eficaz y eficiente desde el respeto a los principios de mayor autonomía fiscal, corresponsabilidad y equidad vertical y horizontal. Si hay voluntad, si no se insiste en reivindicar modelos confederales de imposible recorrido, hay amplio margen para alcanzar un acuerdo en clave federal. Existen muchos modelos en los que inspirarse.

Hay mucho trabajo pendiente para mejorar nuestro modelo de federalismo incompleto y disfuncional, nuestra calidad institucional y nuestro Estado de Bienestar. El acuerdo de renovación del CGPJ debería ser el inicio de una nueva etapa en la que el pacto sustituya al ruido y la hipérbole. Antes de que las termitas afecten a las vigas maestras del edificio, como en el resto de Europa. O de que el partido más votado acabe siendo el de la abstención.