Opinión

En un país normal

El Constitucional suspende la segunda convocatoria soberanista catalana.

El Constitucional suspende la segunda convocatoria soberanista catalana. / INFORMACIÓN

Hasta donde recuerda este articulista, fue el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra quien en 1985 tradujo a su conveniencia las reglas de la Constitución para el nombramiento de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ por sus siglas en español). “Montesquieu ha muerto”, dijo Guerra con esa cínica solemnidad que gira entre la impostada ilustración -como la Sinfonía nº 5 de Malher por el “Adagietto” de la película de Visconti “Muerte en Venecia”- y el trágala de metralla del frente de Gandesa. Nacía de esa forma la “jacobina” politización de la Justicia en nuestra joven democracia, de la que también se aprovechó el PP en sus respectivos gobiernos. Por tanto, primero la hemeroteca y después los reproches. Antes de esa “malheriana” muerte de Montesquieu hubo un precedente en el Tribunal Constitucional cuando, gobernando…, sí, otra vez González y Guerra, otra vez el PSOE, el TC avaló la expropiación de Rumasa gracias al voto de calidad de su presidente García Pelayo. Hablamos de 1983. Hablamos de una letal e irreparable politización del TC que perdura desde entonces y que, como estamos viendo bajo el mandato de Conde Pumpido, perdurará. Polvos y lodos; hemeroteca y memoria; duelos y quebrantos. Tengo para mí que en un país normal, en una democracia consolidada, esto no debería ocurrir.

De otro lado, el acuerdo alcanzado entre PSOE y PP para la renovación del CGPJ ha sido reconocido como “político”, aunque prometen los políticos que nunca más volverán a injerir tan descaradamente en la independencia de la Justicia. En fin. Por si esta confesión de culpabilidad en la higiénica división de poderes que han reconocido entre dientes quienes nos gobiernan, nuestros dos partidos de cabecera necesitaron para el acuerdo los pañales de un tutor europeo, de un observador que los vigilara. Qué vergüenza, qué minoría de edad, qué falta de madurez democrática. Ya aceptó el Gobierno Sánchez la humillación de negociar los intereses de España en un país extranjero, con un mediador de El Salvador y un prófugo de la justicia. ¿Cómo se imaginan ustedes dos que nos ven desde Europa? Pues eso. Y por último, para ajustar debidamente los reproches y las responsabilidades, no olvidemos que la reforma pretendida en 2020 por Unidas Podemos y el PSOE establecía que los miembros del CGPJ fueran nombrados por mayoría absoluta parlamentaria, no por los tres quintos. Ante la advertencia del Consejo de Europa de que esa reforma podría “violar los estándares anticorrupción” (un solo partido con mayoría parlamentaria podría nombrar a todo el CGPJ), y de la propia Comisión Europea, el Gobierno dio marcha atrás. Así de oscuras bajaban las aguas, no vale ahora simplificar culpas.

Dicho lo cual, y siguiendo el título que encabeza este artículo, en un país normal es difícil imaginar que un fiscal general del Estado, como por ejemplo Álvaro García Ortiz, se vea envuelto en un feo asunto de presunta revelación de secretos -por la que el Supremo podría abrir causa contra él- referida a la pareja de la presidenta de una Comunidad Autónoma contraria políticamente al gobierno que lo ha nombrado fiscal general. O que el CGPJ no avalara la idoneidad de esa persona para fiscal general. O que esa misma persona tenga pendiente un recurso ante el Tribunal Supremo contra su propio nombramiento y recuse a cuatro de los cinco magistrados que deben decidir sobre su continuidad. O que ese mismo fiscal general haya visto cómo en dos ocasiones el Tribunal Supremo anula el nombramiento de su predecesora en el cargo, Dolores Delgado, como fiscal de Sala de lo Militar del Supremo y como fiscal de Sala de la Fiscalía de Derechos Humanos y Memoria Democrática. Se da la curiosa circunstancia -en un país normal- de que Dolores Delgado fue ministra de Justicia del Gobierno de Sánchez, y, cuando cesa, fue nombrada fiscal general del Estado. Y que nunca, desde la democracia, la Fiscalía General del Estado -que no los fiscales españoles- ha estado tan cuestionada, con su prestigio tan deteriorado y con la obediencia al poder político tan manifiesta. Como resumen, Pedro Sánchez: “¿La Fiscalía de quién depende? Pues ya está”. Pues ya está… en un país normal.

En un país normal no debería ocurrir que el Tribunal Constitucional -que no forma parte del Poder Judicial- pueda erigirse en una suerte de “tercera instancia”, de última instancia, habida cuenta de que el Supremo es el máximo intérprete de la ley y el TC de la Constitución. Véanse las recientes sentencias que corrigen al Alto Tribunal en los casos del exdiputado de Unidas Podemos, Alberto Rodríguez; del líder de Bildu Arnaldo Otegui; o la más reciente de la exministra del PSOE Magdalena Álvarez en el caso de los ERE andaluces, lo que hace colegir que en esa línea puedan pronunciarse las sentencias del TC contra otros condenados en la mayor trama de corrupción conocida en España. Un Tribunal Constitucional presidido por Conde Pumpido, exfiscal general del Estado con el socialista Zapatero, y del que forman parte Juan Carlos Campo, exministro de Justicia de Sánchez, y Laura Díez, que fuera asesora de la Generalidad para la reforma del Estatuto de Cataluña, consejera y vicepresidenta del Consejo de Garantías Estatutarias de Cataluña, y, con Pedro Sánchez, directora del Gabinete del secretario de Estado de Relaciones con las Cortes y después directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica hasta 2022, cuando es nombrada magistrada del TC a propuesta del Gobierno de Sánchez. En fin, en un país normal pasan cosas normales. Dostoievski lo intuyó mucho antes en “Crimen y castigo”. A más ver.