Opinión | La riá

Ha llegado el estío

Catedral de Orihuela, «Relicario de San Pedro Apóstol»

Catedral de Orihuela, «Relicario de San Pedro Apóstol» / A. L. Galiano

Parece como si al calendario le hubiesen dado cuerda, pues corre que te pilla. Si cerramos los ojos, veríamos no muy lejana a la primavera, y cómo de pronto nos encontramos inmersos en la segunda estación del año debido al solsticio de verano, que, aunque nos augura calor, cualquiera sabe qué va a pasar con el cambio climático. Lo cierto es que para algunos arriban las vacaciones y las fiestas, y para otros rituales ancestrales. Y es posible, que a unos les llegue el amor en el verano, como le acaeció a Juan Ramón Jiménez en esas fechas de 1915, al recibir la aceptación de Zenobia para contraer matrimonio, tal como poéticamente lo dejó plasmado a modo de diario en su poemario Estío

Así que situados en el inicio de verano, según el refranero oriolano, se nos podrían plantear dos alternativas. O bien, por lo indigesto que son los gasterópodos, se podría optar para cometer un delito, «la que quiera a su marío matar/ que le dé caracoles en San Juan». Por otro lado, si nos referimos al trabajo, pudiéramos seguir el consejo, «pa San Juan a segar, y pa Santa Justa a trillar».

Pues bien, ya estamos en verano y tras la festividad de San Juan Bautista con hogueras, llegamos en este último sábado a la de los Apóstoles Pedro y Pablo. Como sabemos, pilares fundamentales en la Iglesia, y a los que en 1598 en Orihuela se fundó una Cofradía con sede en la Catedral oriolana, que ya aparece un año después referenciada en el Primer Sínodo Oriolano. Esta Cofradía, que podríamos considerarla como elitista o gremial, fue fundada por los capellanes de la Catedral y de las parroquias de las Santas Justa y Rufina, y de Santiago, bajo los auspicios del obispo José Esteve, siendo confirmada por el Papa Clemente VIII, el 22 de junio de 1601. Sus cofrades tenían enterramiento en el vaso y sepultura de dicha Cofradía en medio del plano del primer templo de la Diócesis. Por otro lado, en el relicario catedralicio, se conserva el del Príncipe de los Apóstoles, atribuido a Hércules Gargano y Miguel de Vera, de 1601. En el que, además de encontrar una escultura con la cabeza del Apóstol que porta la tiara papal y las dos llaves como atributo, haciendo referencia a lo que nos dice San Mateo en su evangelio, cuando Jesús le respondió: «Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos». Llaves que suelen aparecer iconográficamente siendo una de plata y otra de oro. La primera con un claro significado de poder temporal del papado, y la segunda la áurea, reflejando el poder espiritual. En el relicario, en la parte posterior de la peana, se localiza «Quo vadis», haciendo referencia al momento que intentaba huir Pedro por la Vía Apia de la persecución de Nerón y tuvo una aparición de Jesús con la Cruz al hombro, Al preguntarle al Maestro dónde iba, le respondió que a Roma para ser de nuevo crucificado. Pedro, avergonzado retornó a Roma, donde fue encarcelado y martirizado en la prisión Mamertina, siendo después crucificado cabeza abajo a petición suya, al no considerarse digno de morir igual que su Maestro. Recuerdo el impacto que me causó teniendo siete años aquella película de 1951, estrenada en España tres años después, titulada Quo Vadis, de la Metro-Goldwyn-Mayer y dirigida por Mervyn LeRoy, en la que el Apóstol Pedro es interpretado por Finlay Currie. De igual manera que años después me cautivó La crucifixión de San Pedro (1601), de Caravaggio, que se encuentra en la capilla Cerasi de la Iglesia de Nuestra Señora del Popolo de Roma, junto con La conversión de San Pablo (1601), del mismo autor. Pero, continuando con San Pedro, que podíamos llamarlo como el Apóstol de los tres nombres; si ojeamos el Diccionario de los Papas, de Juan Dacio, el primer Pontífice aparece referenciado de tres formas, sin entrar en excesivos detalles. Así, lo vemos como Simón bar Jona, que traduce como Simón hijo de Jona; Cefa o Kefa, tal como lo llamó el Maestro, que en arameo viene a ser como piedra o roca y en griego petros; por supuesto Pedro, referenciándolo así los Evangelios. Y así, durante siglos se ha ido denominándolo, e incluso en Orihuela, con ese nombre de «San Pedro», se bautizó un humilde barrio de nuestra ciudad. Recordemos aquella mítica Riada de Santa Teresa de 1879, que causó estragos en la huerta y en las gentes de esta tierra, que movilizó ayudas nacionales e internaciones para los damnificados, y que por iniciativa del obispo Pedro María Cubero López Padilla se construyó dicho barrio tras ser derribadas sus sencillas viviendas que habían sido afectadas por la inundación. 

Recuerdo, siendo niño pasar por allí, cuando desde la Trinidad, después de dejar su molino, por la calle Overía y pasando por el huerto de «La Pelícana», de mi abuela materna, me adentraba en el Barrio de San Pedro para llegar hasta el Molino de Riquelme, para jugar con las hijas de mis tíos Juan Riquelme Alonso y Carmen Pérez Ramos. Y todo ello puedo recordarlo y contarlo gracias a que no me dieron para cenar caracoles por San Juan.